Tabaré Vázquez, o cómo no comunicar puede ser la peor decisión de un político

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En octubre de 2017, más de la mitad de los uruguayos (51 %) simpatizaba con el presidente Tabaré Vázquez y un 38 % aprobaba su gestión. Se trataba del mejor registro que el primer mandatario podía exhibir desde septiembre de 2015, cuando las opiniones favorables habían comenzado a caer porque, aunque la economía seguía creciendo y se desacoplaba de los índices que reportaban los vecinos Argentina y Brasil, los ciudadanos comenzaban a manifestar su descontento con un escenario caracterizado por una creciente inseguridad pública, un marcado deterioro en la calidad de la educación y la súbita irrupción en escena de denuncias de corrupción que salpicaban al partido de gobierno y al vicepresidente Raúl Sendic.

Vázquez sentía que lo peor había pasado. Su estrategia había sido simple, pero aparentemente efectiva. Había decidido aumentar su presencia en pequeñas localidades del interior del país para celebrar en ellas encuentros cuidadosamente planificados con sus ministros y funcionarios de mayor confianza. Los encuentros eran públicos, pero todo estaba controlado de modo que el presidente no tuviera que pasar sobresaltos y actuara el papel que mejor le sale. El de caminar entre las personas, estrechar manos y enumerar, con ritmo cansino, algunos logros antes de retirarse aplaudido.

¿Qué pudo pasar para que, en febrero de 2018, los porcentajes de aprobación cayeran hasta un 38 % y que tan solo contase con un 25 % del respaldo de sus votantes?

LECCIONES DE LA CRISIS: ¿EN QUÉ FALLÓ EL PRESIDENTE?

1. Subestimó la crisis y perdió el control de los acontecimientos. Cuando comprendió la magnitud del problema, ya era demasiado tarde.

2. Postergó el tratamiento de un tema clave por “problemas de agenda” y vacaciones. Con ello, transmitió un mensaje claro a todas las audiencias. Todos los demás temas e incluso el descanso son más importantes que el que quienes demandan soluciones ponen sobre la mesa.

3. No tuvo a su lado a asesores que le permitieran manejar adecuadamente la crisis desde el punto de vista comunicacional. Eso le hizo tomar malas decisiones, que costaron caro en materia de prestigio y reputación. Careció además de un vocero preparado para hablar en situaciones de crisis potencial o declarada.

4. Aplicó viejas recetas a problemas nuevos y en tiempos diferentes, olvidando que no necesariamente lo que funcionó en un escenario va a funcionar en todos.

5. Al inicio de la crisis dio la espalda a interlocutores que podían haberle ayudado a enviar señales de distensión que hubieran evitado las tensiones que posteriormente debió enfrentar. Cuando finalmente recurrió a ellos, ya estaban debilitados por su propio accionar al inicio de la contingencia. Eso le obligó a dialogar con interlocutores a los que hubiera preferido evitar.

6. Perdió la compostura y la calma en medio de la crisis. La contraparte y la opinión pública lo percibieron, y eso debilitó aún más su posición en la contingencia.

7. Permitió que su entorno le aislara de la realidad. Eso hizo que le llevara tanto tiempo entender que los reclamos que se le hacían, y que él consideraba injustificados, tenían sustento y debían ser atendidos.

8. Cuando tuvo que responder a las demandas que se le hacían, decidió que alguien hablara por él y su gobierno. La elección de quien lo hizo no fue debidamente evaluada y el resultado es que el mensaje que se quería transmitir se diluyó, porque a las audiencias les pareció más relevante saber por qué el líder no daba la cara y ponía en su lugar a alguien a quien se percibía en sus antípodas, que los conceptos que se transmitían.

9. Incurrió en varias oportunidades en lo que en el tenis se llama “errores no forzados”. Y eso, en una crisis, suele ser letal.

Autores

Álvaro J. Amoretti

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